Dos palabras que han sido generalmente motivo de alegría devocional: Primer Domingo. Es el día que el Nazareno sale a las calles. Sale y es motivo de felicidad: marchas (La Marcha suena en su máximo esplendor), corozo, incienso… Pero este año, al saber que se acercaba la fecha, tuve una sensación nueva: PEREZA.
Pereza de caminar, pereza de escuchas un programa de marchas no agradable, pereza de recibir consultas «trans-procesión», pereza de oler un incienso pungente (así tipo olor a isoflurano) y pereza de ver al Nazareno con colochos. Esta última atacaba lo más íntimo de mi gusto devocional. Mi imagen romántica de infante del Nazareno es con cabellera lisa, sin resplandor, corona sencilla y cruz «natural». Seguramente a los 9 años dije: «¡ASI ERA JESUS!»
Ah, pero todo lo anterior no era lo que más pereza me daba; en realidad la mayor pereza era ir a caminar sabe Dios cuantas horas (la hora de entrada era algo así como un misterio) al lado de todos los miembros de la «Hermandad». Todos aquellos hombres que han jurado seguir a Cristo, pero en realidad siguen al Nazareno y al Sepultado, y a cuanta imagen salga de los diferentes templos. No era mi intención llamar a mis hermanos idólatras, pero algo cercano. Aquellos hombres que van en la procesión pero no tienen ese sentido de conversión cuaresmal al que la Iglesia nos llama.
Pero no iba a permitir que eso arruinara el cortejo del Nazareno. Me armé tan bien como podía para el cortejo. Entré al templo y de inmediato, el olor pungente “isofluranesco” del incienso. El grupo “élite” de devotos formando el turno de Honor Salida. Los hermanos preparando todo. El interminable “protocolo” de la Junta Directiva.
Pero una vez esto terminó, resonó el toque del silencio. Comenzó el milagro. La Marcha retumbó. El Nazareno comenzó a mecerse. “Taquicardia refleja secundaria a Nazareno” sería el diagnóstico de mis colegas internistas. Y luego el Nazareno salió. La taquicardia cesó. El sentimiento se desvaneció. La pereza y la desidia comenzaron a regresar. Algo así debieron sentir los Apóstoles al bajar del Tabor: tuvimos un encuentro con la Gloria del Señor, pero ya se acabó. ¡QUE HUEVA! Pero ellos hicieron algo al respecto: siguieron adelante. Comencé a rezar, a desgranar el Santo Rosario (ese que les da pereza a todos), a encontrar la belleza de la procesión como ese niño de 9 años.
Las marchas eran música en mis oídos. Ya sé, esto es redundante, porque las marchas son música. Pero las estaba escuchando con oídos nuevos, disfrutándolas como el niño de 9 años.
Las consultas esporádicas de mis hermanos eran gustosas. La solicitud de recomendaciones para el cortejo más largo del año, el pedido ocasional de una pastilla, o cualquier otra cosa era ahora un momento de intercambiar con un hermano.
El incienso enceguecedor e isofluranesco me recordó algo que escuché del P. Robert Barron en su serie “Catholicism”: “El incienso también simboliza un bloqueo de nuestra visión, cuando entra el humo a nuestros ojos y nos impide ver y acercarnos al altar (o el anda del Señor, en este caso). Pues bien, eso es parte del lenguaje teológico: debe entrar en tus ojos, debe nublarte un poco, debe confundirte: porque en el momento en que creas que lo has comprendido todo, que lo ves, que veas las cosas del mundo y piensas que entiendes, por tanto, que también entiendes a Dios, pues no, no lo tienes. Eso no es Dios. El asunto en Agustín es que, en el momento en que tengamos un concepto claro, hay que desecharlo: eso no es Dios. El lenguaje teológico, por tanto, hasta cierto grado pretende confundirnos (…) Y eso es parte del propósito que tiene bloquear la mente y bloquear la mirada de águila que tenemos de las cosas. ¡Lo tengo, lo tengo, lo veo, ya lo entiendo! ¡NO! No sabes nada cuando se trata de Dios”. ¡Ay, cuanto me sirvió inhalarlo antes de cargar!
Los “colochos” a fin de cuentas pasaron a ser irrelevantes. Solo era de concentrarme en la mirada y boca entreabierta del Nazareno, y tratar de escuchar qué me decía, casi deletreándome su voluntad como con los tercos y necios Apóstoles. En fin: ¡Así era Jesús!
Luego de que el Nazareno estuviera ya en su dosel, camine hacia el Salón de Actos para remover mi ahumada túnica. Del otro lado de la calle, había una señora canosa vendiendo unas florecitas, de las más sencillas posibles. Por mi mente pasó comprarle una florecita al salir. Ya sin túnica, la busqué con la vista. No la encontré. Pensé que seguramente se había ido sin poder vender nada. Pero medio cuadra más abajo, la vi contando unos cuantos billetes. ¡Me alegré! Alguien había adquirido TODAS sus florecitas. Aún hay almas caritativas, me dije.
Cerca del auto que me llevaría a casa, vi a un miembro de la Hermandad con unas florecitas sencillas en su mano, esperando un taxi para ir a su casa.