Consideraciones anestésicas – Solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo.

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(Foto: Timeline Photos – @CristoReyCande – Facebook)

«Tú lo dices: yo soy rey». (Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo según san Juan 18:37)

En las distintas celebraciones eucarísticas dominicales declaramos, con nuestra sola presencia, el señorío de Jesús. Ahí con nuestros distintos gestos y palabras (aunque repitamos como loritos) aceptamos que el hijo de María y de José (su padre putativo), el carpintero, el judío nazareno, el Crucificado ES REY.

La pregunta es: ¿lo creemos? ¿Lo vivimos? ¿Lo compartimos?

Aceptar el reinado de Jesucristo es entregarle todos los aspectos de nuestra vida: social, intelectual, familiar, laboral y deportivo. Él es el dueño de todo lo que hacemos.

Un buen ejercicio espiritual es revisar nuestros actos privados, en la soledad de nuestra casa, habitación, etc. Todo esto debe de estar acorde a los deseos del Rey. Si estuviera el Rey justo mi lado ¿estaría yo cómodo realizando lo que hago? Más directo aún: ¿estoy cómodo invitando al Rey a la intimidad de mi recámara? Seguro saben a lo que me refiero…

La vida espiritual no es una democracia; Jesús es REY no presidente, diputado o ministro. No hay discusiones posibles con el Rey: su palabra es. Y ya. No hay medias tintas. Jesús es el Rey de la totalidad de nuestras vidas. Le pertenecemos a tal punto que «ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí» (Gálatas 2,20). Si mi vida es algo menos que eso, no tomo en serio al que digo que es mi Rey; si solo en domingo le pongo atención (o peor, si solo en los actos públicos de fe) en realidad solo juego a ser cristiano.

Por último: vale la pena recordar que ese Rey al que aclamamos hoy, va golpeado, sangrante y moreteado. Lleva en su cabeza una corona de espinas, producto de la burla y desdén de sus ejecutores. Su trono no es otro sino la cruz…

Y el siervo no es más, nunca, que su amo…

Elegir a Cristo no garantiza el éxito según los criterios del mundo, pero asegura la paz y la alegría que sólo él puede dar. (Benedicto XVI – Angelus en la Solemnidad de Cristo Rey 22 de noviembre de 2009)

Consideraciones anestésicas – XXXIII domingo del tiempo ordinario

El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán. (Marcos 13, 31)

Tal vez de las cosas que más han interesado al ser humano es el «fin del mundo». Cuando sucederá, donde, si habrá guerras, etc. Hemos buscado como calcularlo en los escritos antiguos de civilizaciones extintas (mayas, egipcios, sumerios, etc) fallando una y otra vez cuando lo intentamos. Y es comprensible la curiosidad del hombre por este tema.

¿Pero saben qué? No importa.

Porque del Evangelio de hoy podemos quedarnos con el versículo con el que comencé este post. PERO no solo aplicarlo al pasaje completo que leemos, sino A TODAS LAS PALABRAS DEL SEÑOR en su paso por esta tierra.

  • Pasarán el cielo y la tierra, y Él estará con nosotros todos los días hasta el fin del mundo (Mateo 28, 20).
  • Pasarán el cielo y la tierra, e iremos a gozar del reino prometido (Mateo 25, 34).
  • Pasarán el cielo y la tierra, pero seremos felices de escuchar la palabra y practicarla (Lucas 11, 28).
  • Pasarán el cielo y la tierra, pero el Padre siempre sabe lo que necesitamos (Lucas 12, 30)
  • Pasarán el cielo y la tierra, pero Jesús ya derroto a todo lo que nos pueda afligir (Juan 16, 33).

Entonces, en realidad, podemos pensar que no importa cuando pase todo esto si recordamos que TODAS las palabras del Señor no pasarán, permanecerán para siempre, porque la Palabra de Dios es Eterna. Nada es más verdadero que esta palabra. Y ahí es nuestra esperanza, nuestra luz en el camino porque si comenzamos a vivir de esta manera nada nos podrá quitar nuestra felicidad. Porque Él es fiel a sus promesas.

¡Visión sobrenatural! ¡Calma! ¡Paz! Mira así las cosas, las personas y los sucesos…, con ojos de eternidad. – San Josemaría Escrivá (Forja, 996)

Consideraciones anestésicas – XXXII domingo del tiempo ordinario

«Les aseguro que esta pobre viuda ha puesto más que cualquiera de los otros». (Evangelio según san Marcos 12, 43).

Quizás te has dado cuenta que a pesar de tus logros, tus títulos en la pared, tu cuenta monetaria, o cualquier cosa «valiosa» en tu vida eres/tienes poco qué ofrecerle al Señor. De repente solo tienes una oración desesperada, una relación amorosa/familiar rota, un pasado lleno de pecado y un futuro lleno de miedo para poner a sus pies.

Él es, después de todo, el Rey del Universo quien le dijo al mar «Llegarás hasta aquí y no pasarás; aquí se quebrará la soberbia de tus olas». (Job 38: 11). ¿Uno qué es a la par de Su Majestad?

Pero hoy la Iglesia nos presenta en las lecturas del domingo a dos viudas: ellas eran lo más desposeído que en tiempos bíblicos se pueda imaginar. Abandonadas, sin quien por ellas. Personas al borde del precipicio, esperando solo que la muerte llegue a llevárselas. Pero aún ellas tenían, en su pequeñez ALGO qué ofrecer a Dios (dos monedas, algo de harina). Y a Dios se lo dieron, lo entregaron, lo ofrecieron…

No confíes en tus propias fuerzas, en tu dinero, en tu capacidad, en tu perseverancia. No te aferres a lo que el Mundo ofrece, por bueno que esto parezca ser. Abandona todo en las manos de Aquel que fundo los mismísimos cimientos de la tierra (Job 38, 4). Porque ese Dios te ama y planea todas las cosas que suceden para bien de quienes le aman (Romanos 8, 28).

Eso poco que tienes, DALO al Creador del Universo, y verás lo que son los milagros. Da lo que tienes, por poco/malo que sea, y confía en el Plan Divino. Confía en Dios como confió María Santísima.

«Yo hago nuevas todas las cosas». (Apocalipsis 21, 5).

Consideraciones anestésicas – XXXI Domingo del Tiempo Ordinario

Hoy pienso mucho en los que leemos, estudiamos y tratamos de meternos en la teología, apologética y tal vez algo de liturgia para aprender más de la Iglesia para amarla más. Aprender más del Señor Jesús para amarle más. Podemos comprar libros, meternos a cursos y ser parte de movimientos para ser más útiles en el Reino y su progreso terrenal. Aprendemos mucho y bien está eso. Sentimos gusto por saber más de Dios y sus cosas. Yo me he sentido así. Muchas veces, mi estudio y aprendizaje me ha hecho enamorarme más de Jesús, la Iglesia, María y los santos. Tal vez hasta me he sentido como el escriba de hoy (que por lo que he leído eran los nerdos de la época del Señor) muy sabido en la Escritura y los Profetas. Hasta puedo ver, al cerrar los ojos, la expresión de satisfacción del Señor en la erudición del escriba del Evangelio de hoy cuando le contestó. Pero…

«Le dijo: «Tú no estás lejos del Reino de Dios»». Marcos 12, 34.

Él sabía mucho, tal vez lo aplicaba bien. Era un hombre bueno, piadoso, justo incluso. De repente tenía familia y era buena cabeza de hogar. De repente se dedicaba solo al Templo y lo hacía bien. Pero no ESTABA en el Reino. O sea, algo le faltaba. ¿Qué? A saber… solo Dios sabe.

Hoy pienso en todos aquellos que pensamos (¿esperamos?) estar haciendo las cosas bien, siguiendo el Camino con nuestras caídas y carencias. PERO algo nos falta. ¿Qué es? ¿Qué me falta para ESTAR en el Reino? ¿Donde caigo más? ¿Donde está mi carencia? En resumen: ¿QUE ME FALTA PARA SER SANTO? Porque solo los santos de Dios entrarán en el Reino. ¿Qué me ata al Mundo y no me deja entrar al Reino? ¿Qué apegos tengo?

¿Qué me falta? ¿Que nos falta? Pongámoslo en oración hoy…

La única tragedia en esta vida es no ser santo. – León Bloy.