«No estéis tristes: la alegría de Yahveh es vuestra fortaleza». (Nehemías 8: 10)
El Pueblo escogido por Dios había pasado muchos años exiliado en un país desconocido y hostil. De tanto tiempo alejado de sus tierras, había olvidado sus leyes, tradiciones e incluso cómo adorar a su Señor YHWH. Sus vidas se habrán tornado difíciles y nostálgicas recordando tal vez como en sueños la época davídica cuando Dios moraba entre ellos en su magnífico templo.
Pero regresaron un día. Una vez más el Pueblo de la Alianza estaba en la Tierra Prometida en lo que quedaba del Templo. Ahí el pueblo escuchó desde el alba hasta mediodía la Ley del Señor. Era como un recordatorio de todas las grandezas del Señor en la vida de este Pueblo que ahora había de reiniciar su vida al lado de su Amado. Como cuando la esposa vuelve a casa del esposo. Todo al gente estaba atenta. Debe haber sido un día magnífico.
¿Suena conocido ese relato?
Ahora el Pueblo es la Iglesia, y cada uno formamos parte de ella. Nuestro exilio no es a tierras lejanas (aunque en estos días existe ese drama) sino se da en nuestro interior. Y es auto impuesto. Porque cuando pecamos, la Gracia se aleja de nuestro Templo (2 Corintios 6:16) y quedamos como esposa abandonada sin el esposo. Solitos le damos la espalda a nuestro Amado.
Pero así como el pueblo se regocijó con Esdras recordándole todas las maravillas del Señor, el presbítero en el confesionario nos recuerda del Amor del Esposo. El Templo particular se renueva con su regreso con la esposa en el Sacramento de la Reconciliación. Ya no hay «manjares grasos, bebidas dulces» (aunque no veo por qué no) pero sí una algarabía interna porque confieso mi pecado y Él perdona mis infidelidades (salmo 32). ¡Qué gozo en el cielo por un pecador arrepentido! ¡Qué gozo por una oveja pérdida reencontrada!
¿Sigue sin sonar familiar? Tal vez es porque hace algún tiempo no vas en busca del Esposo.
«Aprende a sacar, de las caídas, impulso: de la muerte, vida». (San Josemaría – Camino 211)