El perdón

Una tarde de estas, en el quirófano del hospital donde laboro, llegó un procedimiento quirúrgico de emergencia. Un hombre de más o menos 30 años, llegó a mi quirófano porque por estar laborando en una de las muchas vallas publicitarias de la ciudad, agarró un cable de alta tensión y cayó desde 6 metros de altura. Bueno, esa era toda la historia.

Lamentablemente, el pobre hombre llegó sin signos vitales, es decir, para todo fin práctico, muerto. Como es protocolo los cirujanos procedieron a realizar una toracotomía de emergencia, que es abrir la caja torácica para llegar al corazón y reanimarlo directamente. No soy cirujano, pero por lo que he leído 10% de estos pacientes logran salir adelante. A mí, personalmente no me gustan porque creo que es algo innecesario en algunos casos que ya la muerte es muy evidente, y es solo una excusa para que los residentes de menor jerarquía “aprendan”. Yo sé, estoy en un hospital escuela, y si no es así, tal vez estos residentes de cirugía cuando lleguen a ser de alta jerarquía no sabrán cómo hacerlo. Y por ese 10%, vale la pena hacer ese último esfuerzo. A veces. No siempre.

Ante este caso que se presentaba a mi quirófano, otra anestesióloga y yo declaramos en voz alta que el paciente lamentablemente llegaba muerto. El residente de cirugía, Hernán le llamaré, vociferaba que él había verificado sus signos antes de subir a quirófano con el paciente. A mi colega, que hace años fue mi profesora, es una señora madre de familia mayor en edad y experiencia que Hernán y yo. Fue claro que le causó reticencia pasar el cuerpo del paciente a la mesa quirúrgica para que procediera Hernán y su residente menor, Gustavo le llamaré, a realizar la toracotomía. Mi colega evidenció su desaprobación al procedimiento, a lo que Hernán exclamó que era su decisión como residente de alto rango. Continuó Hernán exclamando que Anestesia mantenía un desagrado y constante negatividad a la realización de estos procedimientos. Yo percibí que levantaba mucho la voz, y por ser Hernán mi amigo le pedí que bajara su tono al hablar con la doctora. Me respondió que conmigo no estaba hablando. Yo continué dando soporte vital al cuerpo del paciente, pidiéndole a mi ex profesora que saliera del quirófano para evitar mayor confrontación entre Hernán y ella. Hernán incidió al paciente para una operación abdominal (laparotomía) mientras que dejó a Gustavo realizando la toracotomía. Era obvia la tensión dentro del quirófano. Cuando Hernán se dirigió a mí, le pedí que habláramos después. Hernán entonces pareció enojarse conmigo también.

Luego de 22 minutos, conjuntamente declaramos al paciente como fallecido.

Quiero aclarar que Hernán es un tipazo. Es una persona genial y buen hombre, recientemente casado. Gustavo también es una buena persona. Yo no creo ser un mal tipo y mucho menos mi colega ex profesora. Sin embargo, nos vimos los 4 involucrados en una situación tensa, difícil donde de una u otra manera perdimos la compostura. Es algo común, hasta a veces socialmente aceptado. Hasta el Papa se enoja. ¡Ja! Si Cristo mismo se enojó al encontrar el Templo de su Padre convertido en un tugurio de ladrones (cf. Jn 2, 15-17). Y a todos nos pasa. A veces salimos de nuestro ser para convertirnos en un demonio de Tasmania que ni su propia madre podría domar. ¡Y qué difícil es revertir a nuestra personalidad real! Porque pensamos que solo nosotros tenemos la razón, que nuestro actuar fue el único correcto y que definitivamente la otra(s) persona(s) deben rectificar. ¡No nosotros mismos! Nos volvemos soberbios, subimos a nuestro trono ególatra y nada ni nadie nos baja. Esto es fruto del pecado original, de nuestra concupiscencia, de nuestra naturaleza caída. De ser seres defectuosos constantemente necesitados de redención y conversión.
Luego de que todo terminara, deambule por sala de operaciones. No sabía qué hacer. Hernán, un amigo, estaba enojado conmigo. ¿Cómo abordarlo? ¿Cómo darle un “restart” a la relación? Y, pasé como 10 minutos caminando por otros quirófanos y la recuperación pensando cómo hablar con él y lograr una conversación cordial. Aquí estaba yo en un error: porque ya estaba sentadito en mi “Ego Trono” pensando cómo hacer para que Hernán se disculpara conmigo y con mi colega doctora. No. Así no iba la cosa. El Papa Francisco nos ha dicho “el problema es que nosotros nos cansamos de pedir perdón” y creo que en él pensé cuando reflexioné que yo también actué mal en la situación que se me presentó. Mi actuar no fue el ideal, y decidí abordar a Hernán de esa manera. Debía primero pedir perdón. Me armé de valor y entré de nuevo en el quirófano donde estaba Hernán.

LP: “Hernán, disculpa, te he hablado de mala manera, no lo debí hacer”.
H: “No, no, yo te hablé mal y me disculpo. Ya hablé con la doctora y le pedí disculpas también”.

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Nos dimos un abrazo. Y luego bromeamos al respecto. Ya, todo sanado. El poder del perdón es impresionante y creo que si muchas más personas lo supiéramos el mundo iría mejor. ¡Qué razón tiene Su Santidad al convocar al Jubileo de la Misericordia! ¡Cuánta falta tiene el mundo de misericordia! Es nuestro deber como cristianos mostrar el rostro misericordioso del Padre que recibe gozoso al hijo pródigo.

¡Hernán es un tipazo!

Lunes

Es usualmente el día en el que los muros, twitters, fotos de las redes sociales se llenan de mensajes antagonizando el segundo día de la semana. ¿Segundo? Sí, es el segundo. Pero creo que debido al reposo del fin de semana, la gran mayoría lo ven como el inicio de una nueva semana.

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Yo he comenzado a entender que todos los días tienen sus alegrías, y sus afanes (Mt. 6, 34). Pero particularmente los lunes tienen algo ameno: es la oportunidad para empezar a trabajar, a aprender, a enseñar. A ser útil. Eso. Creo que es lo más importante, sentir que lo que uno hace, importa. Por pequeño que sea. Aunque, francamente, es muy fácil caer en la tentación de sentirse inútil. Ah, sí, ES una tentación. Somos inútiles, no servimos, entonces ¿por qué esforzarse? Mejor no hago daño y ya. Y ese es uno de los peores sentimientos que el cristiano puede tener, porque cae en la indiferencia. Y ya el Papa nos ha advertido sobre la indiferencia (Mensaje para la Cuaresma 2015).

Pero, uno a veces se siente así en los hospitales nacionales, y en la Iglesia.

En los hospitales porque uno hace y mueve, abre un hoyo para tapar otro, quita algo de una mesa para tapar otra. En fin, hace como las del héroe de los 90’s: MacGyver, al punto que ya solo falta que de un pañal de adulto, jeringas usadas y unas bolsas de basura alguien arme un ventilador Seachrist. Es un esfuerzo grande el que tantos compañeros, amigos y colegas hacen todos los días y aun así hay muertes que no podemos evitar. Pero creo que de ver tantas carencias no vemos la incidencia tan grande que nuestras pequeñas acciones tienen en las personas que tratamos y sus familias. Y los lunes, cuando reiniciamos labores, es la ocasión ideal para hacer lo que tenemos que hacer con amor.

En la Iglesia, a veces uno se siente poco, inútil, miserable y hasta tonto. Pero creo que esto es bueno porque si somos así, estamos prestos a ser usados para el Bien mayor (2 Cor. 12, 9). Sin embargo, de verdad queremos ser más, producir más, ser siervos buenos y fieles (Mt. 25, 23) para poder ser dignos de Nuestro Señor. Y es en el lunes, día segundo de la semana posterior al Día del Señor, cuando comenzamos a practicar eso que aprendimos en misa. Es en el lunes donde comenzamos a enseñar a los demás lo que nos dejó convivir con nuestro Amo el día antes. Cuando comencé a pensar así, las palabras finales de la misa (“Pueden ir en paz”) obtuvieron más sentido. Ir en paz, significa ir con el Amo, pero también irle a contar a mis hermanos lo que el Amo me contó a mí.

Ahora, los lunes me gustan. Hasta los anhelo.